¿Cuántas veces nos han hablado del
hombre del saco? ¿Cuántas veces nuestras madres nos asustaron con lo de que
venía y nos llevaba en su enorme saco? Es curioso, con los años uno piensa, ¿Y
como iba a meter a tanta gente en el saco? Y además, ¿cómo iba ese pobre hombre
a costear el llevarse a tanta gente? Sinceramente, ya no se habla tanto de él.
Muchos pensaréis que es debido a que con la crisis no puede permitirse el lujo
de ir secuestrando gente por ahí, a diestro y siniestro, pero la realidad es
muy diferente. No se lleva a nadie porque ya no lo necesita. ¿No me entendéis?
Pues tranquilos, que os lo explico lo más sencillamente posible.
Hace muchísimo tiempo en una pequeña
aldea de algún lugar inexistente, existía una familia tan pobre que por
carecer, carecían hasta de nombre.
El cabeza de familia, León, era un
hombre sin embargo conocido en el lugar por tener la inmensa suerte de ser un
gran deportista. Era capaz de llegar corriendo desde una aldea hasta la más
cercana en prácticamente un par de zancadas. Sus piernas no tenían músculos,
eran un músculo con forma de pierna. Su torso era realmente increíble, comparable
tal vez con un buen muro. Y por si su musculatura no le hubiese granjeado con
más de una dama algún intento de formar una familia, su sonrisa era de infarto.
Su esposa, Beatriz, era conocida en
todo el reino por su belleza. Mujer realmente hermosa cuya fama se había
extendido desde uno al otro confín. Pobre como una rata no soñaba con casarse
con algún miembro de la realeza. Ni siquiera con algún soldado competente.
Teniendo en cuenta que en aquella época la categoría personal se medía por la
familia a la que perteneciese y a la vez, los hijos que no pertenecían a la
realeza o nobleza eran soldados o sacerdotes, y teniendo en cuenta a su vez que
Beatriz no tenía la oportunidad de contraer nupcias con alguien tan insigne,
decidió casarse con León, que al fin y al cabo era un chaval majo, con buenas
piernas, buen corazón, buena sonrisa y que al fin y al cabo le había dado a
Beatriz unos cuántos motivos para querer unirse a él “de por vida”.
De un hombre tan viril y fuerte y de
una mujer tan dignamente hermosa debían nacer por fuerza hijos fuertes y
guapos, tal y como mandaba la cuestión. Pero a veces la vida es un poquito
bromista y nos depara algo que no esperamos. Julián, el primer hijo de esta
singular pareja era guapo y parecía tener aptitudes al igual que su padre.
María, la segunda hija de este matrimonio era bella como su madre, esbelta y
soñadora. Pero Hugo… ésa fue otra cuestión. El destino a veces quiere jugar, y
en aquella ocasión jugó, ya lo creo que jugó. Hugo era un chico “incómodo de
ver”. No era feo, era más bien raro. Y bastante enclenque además. Vamos, que las
malas lenguas del lugar no soltaron más habladurías porque en aquella época no
existían los programas de cotilleo y los juglares tenían sus limitaciones.
De esta forma Hugo se sentía un
poquitín incómodo cuando iba a la aldea. Los demás chiquillos se burlaban de él
y hasta le tiraban algún que otro tipo de alimento, cosa que tampoco estaba tan
mal porque al fin y al cabo, falta les hacía en su cabaña. Sin saber muy bien cómo,
el que Hugo fuese tan “incómodo de ver” les ayudó un poco en su economía
familiar. En fin, cosas que tiene la
vida y el destino, que también tienen ganas de jugar.
De esta guisa Hugo fue creciendo y
la cosa se complicó. Ciertamente no había heredado la belleza de su madre, pero
si se adivinaba en él algo del porte de su padre. Si bien de pequeño había sido
bastante enclenque, y de hecho, al mirarlo no se le adivinaba demasiada
musculatura, cierto era también que esos palillos que tenía por brazos y
piernas eran más fuertes de lo que a simple vista se adivinaba. A veces, era
capaz de cargar con sus dos hermanos a la vez, y no es por nada, pero si bien
Julián era un chico esbelto, María ya no era tan esbelta como al principio.
Igual de bella o más, pero un poquito regordeta, ciertamente.
La gente del pueblo que al fin y al
cabo se habían acostumbrado a la cara de Hugo, empezaron a llamarlo para
trabajitos varios de fuerza. Trabajitos que Hugo hacía sin protestar, cosas
pequeñitas, como mudar una carreta que se había quedado sin ruedas de un lugar
a otro ahí a lo bestia, a pulso. O como aquella vez que lo llamaron para portar
las alpacas de heno, y nuestro querido Hugo decidió que terminaría antes si
cogía las mismas de diez en diez, en lugar de una a una como hacía la gente
normal.
En fin señores, que la envidia es
muy mala, y sin bien nadie envidiaba la cara de Hugo, cierto es que su fama de
fortachón empezó a extenderse por todo el reino. La idea era incluso que Hugo
pasase a prestar su servicio de forma remunerada, a cambio de algunos huevos, o
incluso gallinas, o algún que otro cesto de fruta. Realmente su familia dejó de
pasar hambre.
Pero lo mejor vino después. A un
graciosillo vecino de la aldea se le ocurrió que Hugo podía ganarse la vida
asustando a los niños. Sí, sí, amigos míos, habéis escuchado bien semejante
barbarie. Este buen señor que no era más que un amargadillo de la vida que no
soportaba el ruido de los chiquillos jugando en lo que ellos denominaban
calles. Si bien de todos era sabido que las llamadas como tales no eran más que
un cenagal asqueroso, y que los chiquillos no dejaban de tirarse al suelo
empujándose unos a otros y refregándose contra todo hasta el punto de tirar en
más de una ocasión algún puesto o caseta mal instalada. Por todo ello, un día
en que este buen señor le había dado un poquitín de más a la jarra del zumo de
la uva, decidió que Hugo podía presentarse por las noches en las aldeas y dar
un sustillo a aquellos niños más revoltosos.
Ni que decir tiene que al principio
Hugo se opuso rotundamente. Pero la curiosidad fue muy fuerte y él pensó que
tal vez no le vendría mal tener para variar algo de dinero en lugar de huevos o
gallinas. Quién sabe, pensó, tal vez su fama llegase a la corte y pudiese
“asustar” a niños más nobles e incluso principescos, vete tú a saber.
Así, de una forma sencilla y
práctica, Hugo comenzó con su empresa. En el desempeño de la misma se llevaba
un viejo saco que tenía su madre para poder guardar en él los pagos que le
hiciesen en especie. De todos era sabido que no todos tenían dinero, y había
que entender que algunos pagasen su trabajo en especie. Además, ya dice el
dicho, quizás proveniente de ésta época y situación, que la avaricia rompe el
saco y Hugo no podía permitirse un nuevo saco, así que cargado con su cara “incómoda
de ver” y su particular forma de moverse, todo ello removido con la gracia que
le aportaba el viejo saco raído a su apostura, hizo que naciese el primer
“hombre del saco”.
Ahora es cuando ustedes pensarán que
jamás oyeron contar tan absurda historia. Por favor, no se desesperen aún. La
historia no ha terminado, porque no se si les habré comentado, que a veces la
vida y el destino tienen ganas de jugar. Ejem, continúo, que a veces desvarío.
Hugo comenzó a hacerse un nombre
como “el hombre del saco”. Y en ello estaba cuando un día llegó a un nuevo
pueblo un poco mayor que los demás. Como siempre que llegaba a un sitio nuevo
se dirigió a la persona que se encargaba de “dirigir” el pueblo Por supuesto,
hablo de personas normales y corrientes, pequeños carguillos, que a la realeza
nuestro querido Hugo ni se le ocurría acercarse, no fuese que un rey loco
decidiera colgarlo o quemarlo por feo y raro.
En estas meditaciones iba nuestro
amigo cuando en un río vio algo que jamás pensó que vería. Bañándose, desnuda
por supuesto, había una joven tan hermosa que ni su madre ni su hermana podían
competir con ella. La joven nadaba y nadaba en aquel río, en el que para su
desgracia el agua estaba turbia y no le dejaba ver lo que quería con total
claridad, pero no había que ser muy listo para saber que aquella joven debía de
ser perfecta en más de un sentido.
Arrebolado decidió que debía
marcharse de allí con presteza porque si ella lo veía empezaría a gritar de
seguro y se montaría una buena. Preocupado por todo esto decidió en un gesto
impulsivo y aprovechando que aún el saco estaba vacío ese día colocárselo en la
cabeza como una especie de caperuza. El saco estaba tan viejo y raído que le
permitía ver a pesar de todo. Se lo sujetó todo lo mejor que pudo y se apresuró
a esconderse de todas formas tras un árbol por si la divina providencia le
agasajaba su tormentosa vida con una hermosa visión de aquella doncella al
salir del agua.
Recolocándose se hallaba cuando
escuchó una especie de grito proveniente del agua para percatarse con absoluto
asombro de que la joven tenía problemas y hacía unos movimientos muy extraños
para aquella época. En nuestros días habría sido algo parecido al break dance
acuático. Sin dudarlo un solo segundo corrió hacia ella sin pensar que tenía
aquel feo saco sobre la cabeza y que por ende, no sabía nadar. ¡Que desastre! Imagínense
si pueden por un instante qué debió sentir aquella joven cuando vio que un saco
con patas se dirigía a toda prisa hacia ella vociferando y haciendo unos
movimientos realmente extraños para además hundirse, toser, manotear, volverse
a hundir… vamos que el saco con patas se estaba ahogando. Y es que amigos míos,
nuestro Hugo era tan bueno que se le olvidó el pequeño detalle de que no tenía
ni pajolera idea de nadar.
La joven que simplemente se había
asustado porque algo había rozado su piel bajo el agua reaccionó de momento y
procedió a ayudar a aquel extraño sujeto que ciertamente la intrigaba
sobremanera. Cuando le echó literalmente mano para sujetarlo, el dichoso saco
empezó a manotear de nuevo y al hacerlo rozó partes del cuerpo de la muchacha
que propiamente no debió rozar. Sin embargo, Hugo que no era tonto, alucinado
como estaba se tranquilizó un poco al notar determinada protuberancia en su
mano, y si bien retiró la misma como si de fuego se tratase, esto ayudó a la
joven a sacarlo a la orilla. En estos menesteres estamos cuando los lacayos y
doncellas de la joven al escuchar tal alboroto, acudieron prestos a ver que
ocurría encontrándose la extraña situación.
La joven decidió que el saco lo
necesitaba más ella que él. Al fin y al cabo, iba como su madre la trajo al
mundo y no era digno de una dama. Presta, le dio un tirón a la cuerda que
sujetaba el saco en su sitio y lo arrancó de la cabeza de Hugo para colocarlo
de tal forma que tapase lo mejor posible sus partes púdicas.
Al hacerlo tanto Hugo como ella se
quedaron petrificados. Él por el susto, el sobresalto, el recuerdo de aquella
protuberancia… ella porque la cara de Hugo era… ¡magnífica! ¡Cómo podía existir
un hombre tan guapo en el mundo! ¡Señor, era perfecto!
Se quedó ahí parada como una tonta
mirando embelesada a aquel hombre que tapaba aquel maravilloso rostro con un
saco. Debía estar loco. Era la única explicación posible. Sus rasgos eran tan…
varoniles. Su nariz aguileña, sus profundos ojos, esa mandíbula cuadrada… era
perfecto. Y su cuerpo… tan esbelto…
Hugo no daba créditos a lo que
estaba ocurriendo. Al fin y al cabo en un par de microsegundos aquella muchacha
se pondría a gritar como una histérica. Seguro. Y encima no podía quitarle el
saco porque la chavala en su afán de salvarle la vida no se había puesto aún la
ropa. Pero aquella muchacha no gritó. Al contrario, le miraba de una forma
extraña que le hizo sentir un cosquilleo inminente. Algo no iba bien. Ya
conseguiría un saco en otro sitio, debía huir de ahí inmediatamente.
Por ello, ni corto ni perezoso se
levantó del lugar correspondiente, aún tosiendo y babeando, bonita imagen por
cierto. Se alejó de la joven, humillado, asustado y sintiendo algo extraño,
nuevo y diferente. Por una vez en su vida deseó con una fuerza bestial ser
guapo. Ella se quedó allí pasmada como si de una piedra se tratase. Cubierta
con aquel saco asqueroso y con la boca abierta en una actitud de incredulidad.
Cuántas veces le había pedido a las estrellas que les mandase un hombre
diferente a los demás. ¿Cuántas? ¿Decenas? ¿Centenas? ¡Miles! Ella no quería un
guapito de cara como los esposos de sus hermanas. Quería un hombre de aspecto
duro y fuerte que proclamase seguridad.
Así que como a veces la vida y el
destino quieren jugar, ambos se quedaron marcados por aquel momento. En el caso
de Hugo la cosa fue terrible ya que decidió partir lo más lejos posible a fin
de evitar futuras vergüenzas mayores.
Pasó cuatro días en una aldea
cercana y decidió que debía volver a casa. Su espíritu estaba dañado y ya no le
satisfacía hacer su trabajo. Además, eso de coger a los niños, meterlos en el
nuevo saco que era más áspero, gordo y resistente era un rollo. Tenía que soltarlos antes
porque corrían el peligro de asfixia y no era lo mismo. Necesitaba otro viejo
saco raído como antes, de esta forma podía retener a los chavales un rato mayor
y los asustaba más dejándolos en la puerta de su casa a altas horas de la
noche.
Ya regresaba a casa cuando al cruzar
el bosque fue apresado por unos soldados. No tenía ni idea de por qué. No había
hecho nada malo. Sólo su trabajo. El temor le invadió las entrañas. Recordó de
nuevo a la joven y pensó que tal vez ésta malinterpretase su manoteo en el agua
y su roce involuntario de lo que no debía. De todas formas decidió no
forcejear. Sabía perfectamente que con su fuerza podía tirar a todos aquellos
soldados al suelo como si fuesen de juguete. Pero algo en su interior le
apercibió que se abstuviese de ello.
Al llegar al pueblo y entrar en el
castillo esperó con temor el momento en que sería arrojado al calabozo. Pero
ese momento no llegó. Al contrario, lo llevaron directamente al salón del trono
donde su Majestad el Rey le habló directamente.
-¡Eh! ¡Tú!
¿Cómo te llamas, plebeyo?
- Hugo,
Majestad.
- Te
preguntarás que haces aquí.
- Sí señor,
así es.
-¿Recuerdas a
mi hija Mónica?
Al decir esto, Hugo se atrevió por primera
vez a levantar la cabeza. Un ¡ohhhh! Se extendió por toda el salón del trono.
Hubo quien incluso retrocedió varios pasos por si la fealdad se contagiaba. Pero
él no percibió nada de esto. Sus ojos estaban fijos en aquella joven hermosa y
bella que días antes había visto en el río. ¡Vaya por Dios! ¡Era la hija del
rey! ¡Iban a colgarlo!
A punto estaba de hacerse en los
pantalones algo indebido para cualquiera, no sólo para un caballero, cuándo el
rey bajó presuroso los escalones que los separaban y se abrazó a él con gran
estruendo en el resto de la sala.
-¡Gracias hijo
mío! ¡Gracias por salvarle la vida a mi hija en el río!
Tras volver a colocarse la mandíbula
en su sitio, pues justo es decir que se le cayó de pura incredulidad, iba a
aclarar la situación con el rey cuando se fijó de nuevo en el rostro de la
princesa. Estaba… ¡feliz! Ella lo había planeado todo. ¡No le temía! ¡Le
gustaba! Por fin le gustaba a alguien, y nada más y nada menos que a una
princesa bella y hermosa.
La joven se acercó a él y le tomó
las manos.
-Joven
caballero. Gracias por salvarme en el río. Por favor, permitid que mi padre os
lo agradezca quedándoos a cenar. Sabemos de vuestra importante labor en el
reino, pero os agradeceríamos que nos acompañarais en el banquete que vamos a
ofrecer en vuestro honor.
Al oír las palabras de la reina, los nobles, damas y demás
asistentes a este acto quedaron estupefactos, pero eso sí, como dignos
“pelotas” de sus majestades, guardaron silencio y aceptaron a Hugo como uno
más.
La princesa estaba realmente alucinada con aquel hombre que se
veía tan fuerte y diferente a los demás. Hugo estaba tan emocionado por primera
vez en su vida que no se molestó en desmentir lo ocurrido. Total, qué más da.
Tanto monta, monta tanto.
En poco tiempo se celebraron los esponsales de Hugo y Mónica. La
familia de Hugo no podía dar crédito a lo que veían. Pero así era. Aquel chaval
había llegado a ser nada más y nada menos que el príncipe del reino.
Sobre las futuras
generaciones es mejor no hablar ahora. Sólo puedo adelantaros que yo escuché
hablar del hombre del saco y no soy de la
Edad Media. Algo me dice que los hijos de
esta pareja singular no fueron todos guapos y que la tradición familiar se
siguió llevando a cabo. Sinceramente, no lo sé. Tampoco me interesa porque al
fin y al cabo me conformo con saber que los feos podemos llegar muy lejos.
Y colorín colorado,
esta historia se ha acabado.
Violeta
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