Galletas Fritas

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Ya sé que esto no es muy dietético que digamos, pero estamos en Semana Santa (aunque ya sea el final) y hay que hacer dulces típicos, así que ahí van: galletas fritas:


Salieron riquísimas y duraron muy poco ja, ja. Simplemente se cogen dos galletas, se rellenan con natillas, se pasan por huevo (batido, ja, ja), se fríen en la sartén, se pasan por azucar molida con canela y ¡listo!

¿Habéis hecho dulces esta Semana Santa? 

Imaginación

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     La joven Beatriz se desperezó lentamente. La siesta le había sentado muy bien. La universidad la estaba dejando agotada con tantos exámenes y tantas horas de estudios.

     Había quedado con su amiga Ana para estudiar, pero finalmente, Ana la llamó explicándole que no podían verse, algo de última hora que le impedía salir de casa. A ellas les gustaba ir a estudiar a la biblioteca. Bueno, en general, Beatriz adoraba ir a la biblioteca.

     Beatriz era una muchacha de veintidos años, de un metro setenta de altura, hermosos ojos pardos y pelo color castaño. Le gustaba hacer deporte, pasear, leer, el cine, pero sobre todo, la naturaleza. Adoraba las actividades al aire libre.

     Muy cerca de su casa había una gran arboleda. A ella le gustaba dirigirse hacia allí y soñar que aquella arboleda se transformada en un gran bosque encantado.

     Aquella tarde, decidió descansar un poco y luego ir a dar un paseo para relajarse. Tumbada como estaba en el sofá, con las persianas echadas pero dejando pasar un poco de luz a través de los orificios, Beatriz observada el halo de luz que pasaba delante suya en la que se veían millones de micropartículas de polvo.

     Como una especie de juego, avanzó la mano y la metió en el haz de luz. Maravillada veía como la luz se reflejaba en su piel y sonrió. Parecía arte de magia. Sonreía mientras observaba como su mano traspasaba aquella barrera invisible formada por las partículas y veía como la tonalidad de su piel cambiaba a razón de la intensidad de la luz.

     Tan absorta estaba en aquel juego que cuando se percató de que algo o alguien tiraba de ella ya era demasiado tarde. Poco a poco fue arrastrada inexorablemente como si de una succión se tratase hacia ese halo de luz.

     Intentó gritar, pero el sonido no existía. Cuánto más intentaba chillar, más inútiles eran sus esfuerzos y a la vez más agotada se sentía.

     Aquel rayo de luz inocente se había transformado en un mecanismo de succión arrollador. Cuando Beatriz pudo reaccionar y volver a respirar con normalidad, se dio cuenta de que era diminuta y volaba junto a las partículas hacia algún lugar desconocido.

     Curiosamente fue consciente de que no sentía vértigo. A ella le daban miedo las alturas, pero en este caso, estaba disfrutando entre comillas del viaje. No entendía lo ocurrido y tenía miedo a qué podía pasar ahora, pero lo cierto y verdad es que era agradable observarlo todo desde arriba.

     A su alrededor se escuchaban risas y pronto empezó a vislumbrar caras sonrientes.

-          ¡Hola! Eres humana ¿verdad? – preguntó una motita de polvo.
-          Si. O eso creo – contestó una Beatriz alucinada.

Varias motitas de polvo empezaron a reír al unísono.

-          Y ¿no sabes por qué estás aquí?- preguntó otra con cara de pilluela.
-          Pues no, la verdad. ¿Esto es real?
-          Pues claro tonta. Siempre pasa igual, ¿porque los humanos tenéis tan poca imaginación?

Beatriz pensó en tres o cuatro cositas que contestarle, pero se abstuvo de ello, al fin y al cabo ¿estaba hablando con una mota de polvo?

     El ascenso continuó y pronto Beatriz fue cegada momentaneamente por la luz del sol. Admirada por todo lo que veía y que casi no era capaz de asimilar, continuó su camino hasta que se dio de bruces con algo firme y verde que resultó ser una hoja de un árbol.

-          ¡Te quedas aquí! – le gritó una de las motas que la acompañaban.
-          ¡Disfruta! – añadió otra.
-          Adios amigas- se despidió Beatriz.

Desde aquí el paisaje era muy hermoso. Multitud de tonalidades verdosas la rodeaban. Normalmente pasaba mucho tiempo admirando la naturaleza y se fijaba en multitud de detalles, pero ahora, con este tamaño, era consciente de otras cosas distintas. Del tacto rugoso de aquella hoja que la sostenía, del olor intenso y fresco que despedía, de lo cerca y apiñada que se encontraba con las demás.

-          Cuidado querida- escuchó una voz – de nuevo sopla la brisa y volverás a volar.
-          ¿Quién eres?
-          La hoja en la que estás. Encantada. ¿Qué te ha pasado? La última vez que te vi eras bastante más mayor.
-          Si, así es. No sé lo que me ha pasado. Aún no he podido asimilarlo.

Beatriz estaba absorta entablando conversación con su nueva amiga cuando de pronto soltó un alarido terrible.

-          ¡Por todos los leños del mundo! ¿Qué clorofila te pasa?- le preguntó la hoja.
-          ¡Un, un, un… monstruo enorme se acerca!

Ante sus ojos un horrible y terrorífico monstruo inmenso, largo, gordo y aparentemente viscoso, se acercaba a una velocidad de vértigo hacia ella. Su cuerpo de color marrón oscuro… era precioso visto más de cerca. Es más, pasó junto a ella, rozándola, y comprobó que lo que parecían púas asesinas eran pequeños pelitos que le hacían cosquillas. El cuerpo del monstruo tenía infinidad de colores, era ¿precioso?

-          Ah, te refieres a Orlando, la oruga. – dijo la hoja con despecho.
-          Con este tamaño no parece una oruga, sino un depredador inmenso- alegó la joven Beatriz.
-          Bueno, personalmente debería aterrorizarme teniendo en cuenta que soy una de sus comidas preferidas, pero hemos hecho un pacto y se dedica a usarme como puente.
-          Ya veo, ya.

En eso que uno de los pelillos de Orlando la enganchó y se la llevó con él.

-          ¡Socorro! ¡Socorro!

Una cosa era volar, o dejarse caer grácilmente sobre la hoja de un árbol. Otra muy distinta era formar parte del cuerpo de una oruga. No podía evitarlo, le daban un asco impresionante. Por muchos colores que tuviese.

-          ¡Deja de gritar desagradecida! – exclamó Orlando- te estoy llevando a lugares nuevos y hermosos.
-          No importa, de veras. Gracias, ¿pero podrías dejarme de nuevo sobre una hoja?
-          Puedo intentarlo, pero te vas a perder una experiencia única. Uy, esto es resbaladizo…

Cuando Beatriz quiso darse cuenta iban derechitos al suelo ¡desde mucha altura! ¡Se iba a matar!

Orlando se hizo un ovillo y se las arregló para caer dejándola a ella en la parte de arriba para que no se dañase.

-          Muchas gracias. ¿Te has hecho daño?
-          No querida-  contestó él riendo – estoy muy acostumbrado a caer. Lo que me da miedo no es la altura, sino los humanos. No sé qué pasa, pero suelen verme y después de soltar un gritito estúpido, intentan pisarme a toda prisa. Es increíble que poca consideración.
-          Lo siento. Vuestro aspecto es algo incómodo para los humanos. – intentó excusarse.
-          A mí tampoco me gusta tu aspecto. Eres demasiado lisa para mi gusto. Tu cuerpo es resbaladizo en comparación al mío, y esas cosas que tienes ahí…
-          Cabello. Es el cabello.
-          Me resulta extraño que lo tengas todo ahí junto, en lugar de distribuido por todo el cuerpo como yo. Y…
-          Vale, vale. Me hago una idea. Lo siento. Ojalá pudiese decir a los demás que tuviesen más cuidado con vosotras, pero no creo que nadie me escuche ahora.
-          Te equivocas pequeña.

Una nueva brisa sopló y Beatriz se vio de nuevo elevada por el aire y esta vez al aterrizar notó un frío intenso. De pronto todo su cuerpo se encontraba sumergido y tuvo que intentar emerger. Estaba hundida en agua que se agitaba nerviosa a su alrededor y la enviaba una y otra vez contra el fondo. Y ella no era buena nadadora.

-          Sujétate a mí – le dijo una cantarina voz.
-          Gracias. ¡Ay!, no puedo sujetarme.
-          Inténtalo de nuevo. Al principio es difícil. Monta sobre mí.

Con un gran esfuerzo Beatriz consiguió sujetarse a la gota de agua que intentaba ayudarla. Estaba en un océano inmenso, estaba segura. El movimiento era constante. Sólo que ese inmenso océano resultó ser un pequeño riachuelo que corría divertido ladera abajo.

-          ¡Déjate llevar y diviértete! – le aconsejó su nueva amiga.
-          ¡Guau! ¡Esto es divertidísimo!

Las carcajadas no tardaron en llegar. Aquello era una experiencia única, como todas las que estaba viviendo. En ese momento tuvo algo de miedo, estaba viviendo cosas muy intensas, pero ¿qué estaba ocurriendo? ¿Por qué había encogido así? Alguien podría pisarla, o comerla, o enterrarla con un ligero movimiento.

-          Tranquila amiga, no te pasará nada. Te protegeremos. Recuerda que cuando tú vienes al bosque nos cuidas a todos. Te hemos visto quitando basurilla de cerca de nuestro arroyo. Adviertes a los demás humanos para que no arrojen basura ni colillas. Si ves un nido caído, lo coges y lo colocas en los árboles. No pisas las lombrices ni las orugas, aunque les das un buen rodeo… Nos respetas y nosotros te respetamos. Ahora formas parte de nuestro mundo y te ayudaremos a sobrevivir en él.

La joven estaba asustada, pero a la vez, empezaba a sentir alivio e incluso volvía a disfrutar de aquél divertido juego. Al menos, notaba que estaba entre amigos, aunque ni el agua, ni las hojas, ni la oruga, ni las motas de polvo, podrían salvarla de algún pájaro, o alguna hormiga que la confundiese con algo comestible.

De nuevo comenzaba a angustiarse cuando sus peores temores cobraron forma. Con la fuerza centrífuga acababa de salir del arroyo y un hermoso y enorme pájaro de colores la miraba con ojos expectantes, no estaba segura si de amigo o enemigo. Pero no le gustaba esa mirada fija.

-          ¿Tú eres comestible? – preguntó el amiguito.
-          No. Estoy asquerosa, seguro – contestó ella rápidamente.

El pájaro emitió un ruidito parecido a una carcajada.

-          Tranquila, el nido que recogiste el otro día era el nuestro. Mi esposa casi se muere del susto. Salvaste a mis pequeños.
-          Uf, menos mal.
-          ¿Quieres pasear?
-          ¡Sí!

Ya le daba todo igual. Al menos, si su vida iba a ser corta, la disfrutaría intensamente. Se subió sobre el pájaro y juntos comenzaron un vuelo maravilloso. Sin embargo, al pasar sobre una cabaña, Beatriz notó como resbalaba y poco a poco cayó al vacío.

Un enorme y aterrador agujero la engulló y cayó sobre algo mullido y blandito que la hizo rebotar. Empezó a sentir vértigo. Luego, un gran temblor la sacudió de forma brusca. Cerró los ojos y cuando los abrió observó atónita sobre ella a un ser inmenso que la miraba con sus grandes ojos y le gritaba algo.

-          ¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡Despierta que tienes que ir de compras! No seas perezosa hija, ya es hora de levantarte, alza las persianas, arréglate un poco, coge dinero de la encimera y llégate al súper…

Lentamente Beatriz fue consciente de que volvía a tener un tamaño normal. El hilo de polvo ascendente ya casi no se apreciaba. Diminutas motitas aún jugaban con el sol, pero ya eran escasas. A un lado del cojín había un hermoso helecho con una pequeña oruguita en una hoja. La quitaría de ahí antes de que su madre la viera. Al ponerse derecha sobre el sofá, aún alterada de la experiencia vivida, sin darse cuenta puso sus pies descalzos sobre algo mojado. El agua del vaso que estaba sobre la mesita se había volcado y ella acababa de pisarla.

Todo había sido un sueño. Sintió tristeza. Ahora que había recuperado su vida, todo le parecía insulso. No quería volver a ser diminuta, pero había sido una experiencia maravillosa y resultó ser irreal.

Recogió la oruguita y la colocó sobre el alfeizar de la ventana, en el arriate que había en el exterior.

-          Gracias Beatriz – escuchó una pequeña vocecita.

Rápidamente miró hacia el arriate, justo a tiempo para ver como una flor le guiñaba un ojo.

-          ¡Vamos Beatriz! ¡Llegarás tarde al supermercado!

Ahora no estaba dormida. ¡No estaba dormida! ¡Todo había sido real! ¿O tal vez, seguía dormida? Elige tú mismo el final que más te guste querido amigo lector. 


Violeta

Semana Santa

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Esta Semana Santa parece que nos está dejando ver más procesiones que otros años, pero aun así no sería una Semana Santa real si no hubiera dulces típicos de la época. Por eso esta semana estoy experimentando con algunas recetas que he encontrado y otras familiares y ya mismo vais a poder disfrutar de ellas.

Espero que paséis unas muy buenas vacaciones y siempre que las disfrutéis al máximo.



El Acantilado

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     Jeremías miraba totalmente hipnotizado el horizonte. Su aspecto dejaba mucho que desear, como casi siempre. Su barba de tres días tenía un aspecto algo desaliñado y su ropa necesitaba un lavado urgente. Tampoco le vendría mal un corte de pelo y una comida decente.

     Su último trabajo había sido intenso y le apetecía mucho zambullirse en aquellas aguas que veía frente a él. Sentado en la arena, descalzo, hundiendo sus pies en ella, la tentación era cada vez mayor.

     Sonrió cuando se dio cuenta de que una señora alejaba a su pequeño del camino que llevaba para así poder evitarlo. Tampoco podía juzgarla, tenía un aspecto realmente espantoso. Pero era necesario a veces en su trabajo. Ello le permitía acercarse mejor a determinado grupo de personas que tendían a desconfiar por naturaleza.

     De nuevo observó las tranquilas aguas. Octubre, sin embargo hacía calor, demasiada calor para llevar aquella venda sobre el pecho y la harapienta camisa encima. Cómo le aliviaría poder quitarse la ropa y refrescarse en aquellas aguas. Pero evidentemente, si hacía eso, lo complicaría todo.

     Una pequeña se acercó a él. Desconocía cuál iba a ser su siguiente trabajo, estaba ansioso por saber, y en más de una ocasión su jefe se había acercado a él de las maneras más imprevistas. A lo mejor esta pequeña era una especie de enlace. La verdad es que su último trabajo había sido complicado pero lo había disfrutado enormemente. El mundo de los indigentes es duro.

     La pequeña ya se había acercado lo suficiente como para cogerle de la manga de la camisa y tirar de ella.

-          ¿Señor?
-          Hola pequeña. ¿Puedo ayudarte en algo? ¿Estás sola?
-          Mi mamá se ha perdido. No sé dónde está.

Se fijó un poco mejor en ella. Era evidente que había llorado. La pequeña tenía el rastro de las lágrimas y esa humedad en la nariz. Qué curioso. Sus ojos… le eran familiares. Esos hermosos ojos marrones, grandes e intensos, le suplicaban ayuda y le miraban de forma descarada, fijos, queriendo leer sus secretos.

-          La encontraremos pequeña. Créeme, tengo un radar para las mamás desaparecidas.
-          Gracias señor.
-          ¿Dónde la viste la última vez? Imagino que aquí en la playa.

La pequeña asintió con la cabeza. Luego se detuvo y señaló al mar.

-          No es la primera vez que se pierde- dijo muy seria.

Vaya por Dios, pensó Jeremías. La pequeña se veía tan frágil. ¿Qué edad tendría? ¿Cuatro? ¿Cinco? ¿Estaría su madre enferma?

-          ¿Y tu padre? – le preguntó para distraerla.
-          La primera vez que mi mamá se perdió fue ahí- dijo señalando de nuevo el mar.
-          ¿En el agua?
-          Mi papá desapareció un día. Fue con su barquita a pescar y se perdió. Mi mamá estuvo días y días mirando al mar. Estaba conmigo, sentada a mi lado, pero no me hablaba ni me escuchaba. Se perdió.

Jeremías notó como se le erizaba la piel. Pobre chiquilla y pobre mujer.

-          Pero tu mamá volvió a ser la misma, ¿verdad?
-          Sí. Pero no del todo. Estuvo perdida mucho tiempo. Luego volvió a ser casi ella. Llora por las noches y está triste aunque siempre se ría y juegue conmigo. Mi mamá echa mucho de menos a mi papá.
-          Y tú papá ¿no apareció nunca?
-          No.

Continuaron su camino y Jeremías no dejaba de preguntar a la pequeña cada vez que veía a una mujer joven. Pero sin obtener resultados. La cara de la pequeña se congestionaba cada vez más y Jeremías no entendía porque no conseguía encontrarla, al fin y al cabo, en su trabajo era muy frecuente encontrar personas.

De pronto la pequeña se detuvo.

-          Aquí la vi la última vez. Subió a ésas rocas – le dijo señalando la parte más alta de un acantilado.

Jeremías notó como todo su cuerpo se tensaba. El maldito acantilado se había llevado a tanta gente durante los últimos años que sinceramente no entendía como seguía pasando. Cómo era posible que la gente se acercase tanto al borde como para eso.

-          Ella quería ver todo lo que pudiese del mar. – dijo de pronto la pequeña.
-          Muy bien pequeña. Veamos, te vas a quedar aquí, y yo voy a subir ahí arriba para ver si la localizo. ¿De acuerdo?
-          Pero si subes ahí a lo mejor tú también desapareces- volvió a insistir la niña.
-          No. Créeme pequeña, yo no desapareceré. Por cierto, ¿cómo me dijiste que te llamabas?
-          Gema.

Hermoso nombre para una niña preciosa. Recordó su aspecto y tal vez por primera vez en mucho tiempo se sintió un poco avergonzado.  Ella parecía una muñequita, y él, bueno, tenía un aspecto en verdad horrible. Había tenido suerte de que no les hubiesen detenido ya, o algo así. Claro, que eso debía ser gracias al jefe.

-          Ya regreso Gema. Por favor, confía en mí.
-          Vale. Te esperaré. No me moveré de aquí.

Jeremías comenzó su ascenso por el acantilado. No quería ni pensar en que la madre de aquella pequeña criatura hubiese caído por él.

     Al llegar arriba miró hacia el inmenso mar y sintió una extraña sensación en el estómago. Curioso. Hoy en día no se asustaba con facilidad, pero si es cierto que hacía unos años había sido muy distinto.

     Miró en todas las direcciones accesibles y no consiguió ver a nadie.

-          Por favor, Dios mío, ayúdame a encontrar a esa mujer. La pequeña la necesita- rezó con toda su fuerza.

Probablemente Jeremías era de las pocas personas que aún creían y confiaban en los milagros. Había visto muchos en su vida.

Su mente voló al pasado, cuando él también tenía una familia. Les perdió hacía tiempo, dejó de verles, es más, durante mucho tiempo ni los recordaba. Poco a poco, y sin saber bien el por qué, comenzó a tener recuerdos y todo fue regresando a su mente y a su corazón. Pero ya era tarde, no podía volver con ellos. La pequeña Gema le recordaba mucho a la que fue su esposa. Tenían un parecido asombroso. Sonrió pensando en lo que habría sido tener descendencia y tener una nieta como Gema. Se imaginaba a sí mismo ejerciendo como abuelo. Por favor, si sólo tenía cuarenta y dos años. ¿Cómo podía ponerse a pensar eso?

Miró para todos lados y ya casi estaba a punto de bajar cuando le pareció ver algo o alguien más abajo, contra algunas rocas. Efectivamente, así era. Al fijarse mejor, comprobó horrorizado que se trataba de una joven, inmóvil.

Rápidamente se acercó a ella. Para ello tuvo que empezar a descender por las piedras a las que tenía acceso. El descenso era peligroso, aunque no para él. Él había realizado hazañas mucho más complicadas, pocas cosas podían dañarle ya. Por ello, siguió en su descenso, rezando interiormente para que la pequeña le hubiese obedecido y permaneciese donde él la dejó.

Ya casi estaba junto al cuerpo pero le faltaban aproximadamente dos metros para llegar. No podía acercarse de otra forma. Por ello, cerró los ojos concentrándose en su tarea y… dio un salto al vacío. Al caer notó el calor en el cuerpo que acababa de tocar. ¡Menos mal! ¡Estaba inconsciente, pero viva!

Le tocó el pulso. Su latido era lento pero regular. Ahora solo tenía que sacarla de allí y eso sabía muy bien cómo hacerlo. De nuevo, cerró los ojos y se concentró en lo que tenía que hacer. Sostuvo a la joven lo mejor posible. Se parecía increíblemente a la pequeña Gema. Estaba claro, debía ser su madre.

Poco a poco portando el cuerpo caído de la joven, empezó a subir de nuevo. Fue difícil para no golpear a la joven en el ascenso, pero lo consiguió. Al llegar arriba observó aliviado que no había nadie que pudiese verle. Menos mal. Tendría que dar explicaciones y eso supondría desaparecer durante un tiempo. Sólo había una personita allí. Gema. Le miraba con los ojos muy abiertos, como si él fuese el héroe de una película de ficción.

-          ¿Mamá?- acertó a preguntar.
-          Creo que sí. Ayúdame tesoro. Tenemos que ver como está. Llamaremos a los servicios de urgencia.
-          Mi mamá no trae móvil.
-          Pero yo sí.

Jeremías cogió el teléfono y marcó directamente al hospital más cercano. Sabía lo que tenía que hacer. Ya lo tenía claro.

-          Gema, cariño. Ahora van a venir unos señores a ayudar a mamá. Debes permanecer junto a ella sin moverte y ésta vez has de hacerme caso. ¿De acuerdo?
-          Sí. ¿Se pondrá bien? ¿Dónde vas tú?
-          He de hacer algo muy importante. Pero tranquila, todo saldrá bien. Si me necesitas, estaré aquí. Te lo prometo. Confía en mi cariño.

En ésos momentos empezaron a escucharse ruidos. Sirenas, gente que llegaba. ¡Qué rapidez! Gema se asustó un poco y se agarró más fuerte a su madre que comenzaba a recuperar el conocimiento. No veía a Jeremías por ningún lado. ¿Dónde estaba?

Pronto las llevaron a ambas en un helicóptero al hospital. Por suerte, Alba, la madre de Gema estaba bien. Sólo confundida, asustada y tremendamente arrepentida. Pasaba tanto tiempo mirando al mar y echando de menos al que un día desapareció, que se había olvidado de que su pequeña sí que estaba y la necesitaba.

Últimamente se olvidaba de comer. Cuando se dio cuenta había sufrido un desmayo, de la forma más tonta y notó como caía. Suerte que no se había matado. Pobre Gema. Podría haberse quedado sin ambos padres.

Y para colmo, la pobre Gema había terminado inventado historias sobre héroes harapientos. Algo sobre un hombre que la había sacado del acantilado. Menuda tontería. Si hubiese caído por aquél lugar, no lo habría contado. Seguro.

Una llamada de teléfono la sorprendió. Ella no llevaba móvil. Qué raro. ¿De quién era aquél teléfono? No importaba. Identificó el número de su casa y automáticamente contestó.

-          ¿Hija?
-          ¿Mamá?
-          ¡Hija! ¿Dónde estás? Has de venir a casa lo más rápido posible.
-          No puedo mamá. ¿Ocurre algo? He tenido un pequeño accidente. Estoy bien, pero no me van a dejar salir de aquí en un rato. Seguro. Iba a llamarte para que vinieses a acompañar a Gema.
-          Alba, quiero que me escuches. Que me prestes atención hija. Voy para allá, pero no voy sola. Se que no me vas a creer, pero prefiero avisarte antes de que le veas. Alvaro  no murió en aquel accidente. Está aquí conmigo.
-          ¡Qué!
-          Al parecer tuvo un accidente en el mar. Perdió la memoria. Por eso no ha podido volver antes. Acaba de recuperarla. ¡Alba! ¡Álvaro está vivo! ¡Está bien!

Alba no escuchaba. Lloraba con toda la intensidad que le permitía su cuerpo. Su amado Alvaro estaba bien. Gema la miraba sonriendo, no estaba segura de qué pasaba, pero tenía que ser algo muy bueno.

  En ése momento, un señor muy amable y bien vestido se acercó a la pequeña y le dio la mano. Nadie vio nada raro, ni siquiera su madre que en ese momento estaba en estado de shock. Poco a poco la retiró de los demás.

-          Todo va a ir bien Gema. Confía en mí. Sé lo que me hago. Cuida muy bien de tus padres, pequeña, son un regalo.
-          ¿Quién eres?
-          Alguien que te quiere mucho.

A continuación Jeremías se alejó. Se alejó mucho. Se dirigió a su casa, a un lugar seguro. Por fin podía quitarse las vendas y así lo hizo, liberando sus dos grandes y hermosas alas blancas de ángel.

-          Oh Señor. Cada día adoro más mi trabajo- exclamó satisfecho en voz alta.

Mientras, una familia se recuperaba de un duro trance a base de mucho amor. La pequeña Gema ayudaba a su abuela a preparar un pastel para su recién llegado padre cuando por casualidad vio una fotografía muy antigua de un señor muy guapo. ¡Jeremías!

-          Abuelita, ¿quién es este señor? ¿Dónde vive?
-          Es tu tatarabuelo Gema. Murió hace mucho. Pobre. Murió joven, un día se perdió en el mar, junto al acantilado. Era muy buena persona. Un ángel, diría yo. Que el Señor lo tenga en su gloria.

Gema pensó si contarle a su abuela lo ocurrido en el acantilado, pero luego recordó las palabras de Jeremías pidiéndole confianza. Sin saber por qué, lo imaginó con dos grandes alas. Como un auténtico ángel. Sería hermoso ¿verdad? Un ángel auténtico que cuidaba de ella y también de su mamá y su papá. Sí. Sería muy hermoso.

Aquella noche tuvo hermosos sueños con seres alados y durmió muy bien. A la siguiente mañana se despertó recordando a un indigente que había ayudado a su madre. No recordaba su nombre ni su aspecto, pero sí su ropa pobre y su buen corazón. Estudiaría mucho y cuando fuese mayor, ayudaría a los más necesitados.

Cuando creció, se convirtió en todo un símbolo de la lucha contra la opresión y la marginación. Mientras, su ángel personal, la observaba orgulloso. Siempre le gustó la pequeña Gema. 


Violeta

Córdoba

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El año pasado me fui de vacaciones con mi novio a Córdoba y fue una experiencia inolvidable. Me encantó toda la ciudad. Ya habíamos ido antes, por lo que sólo vimos algunas cosas, que son las que nos faltaron. Os invito a que la visitéis en cuanto podáis. Aquí os dejo varias fotos:


Tuvimos la suerte de ver una exposición de fotografía dentro del jardín botánico:


 Las plantas que vimos eran muy extrañas y bonitas, pero pudimos echar muy pocas fotos porque se nos llenó la memoria (T.T):



El zoológico de Córdoba tiene muchísimos animales:



Pero lo que más me gustó fue el Alcázar:








¡¡Espero que os guste y que la visitéis pronto!!