Valor


     Álvaro lloraba acuclillado en una esquina de su dormitorio mientras escuchaba una y otra vez aquel ruido infernal.

     Su padre, Gabriel, había vuelto a beber. Era un hombre con muchos problemas, un cuerpo muy grande y una mente muy pequeña. Pensaba que en el fondo de una botella encontraría la solución a su vida, no se paraba a pensar que la solución había de buscarla por sí mismo, no en el fondo de una botella.

     Cuando el mundo de Gabriel se cerraba y la desesperación le apretaba las entrañas en lo único que podía pensar era en beber. A veces cuando llegaba a casa se dormía durante horas, pero otras, otras necesitaba descargar su ira y su frustración y terminó haciéndolo de la peor manera posible.

     Golpeaba muebles, gritaba, tenía aterrorizada a su esposa que no podía frenar su comportamiento e intentaba tapar todo lo que podía ante los ojos de su pequeño Álvaro, que tan solo tiene cinco años.

     Leonor, su esposa, temía que cualquier día no se conformase con golpear muebles y ella pudiese convertirse en triste diana de su dolor. Estaba asustada, atemorizada y se veía en un túnel sin salida donde la oscuridad cada día la ahogaba más.

     Por ello, decidió que había llegado el momento. O Gabriel cambiaba su actitud o Álvaro y ella se marcharían lejos, lo más lejos posible de ese infierno improvisado.

     Qué distintos habían sido los otros años pasados juntos. Qué hermosos recuerdos de cuando conoció a Gabriel. Aquel joven atento y maravilloso que la trataba como si fuese una reina y la agasajaba con continuas sorpresas y actos hermosos.

     Decidieron casarse pronto porque el amor que se procesaban era tan fuerte como la cadena más gruesa. No podían estar el uno sin el otro y empezar una vida en común era el paraíso soñado, sobre todo, cuando descubrieron que la naturaleza les había dado un regalo sin igual. Una vida creada conjuntamente. Leonor estaba embarazada.

     Ambas familias eran de clase media. Trabajadores que iban viviendo y sobreviviendo, conforme la época les imponía. Ambas familias les ofrecieron a la joven pareja vivir con ellos para que pudiesen sobrevivir a los gastos y los posibles inconvenientes de una recién iniciada convivencia.

     Pero ambos jóvenes rechazaron las ofertas. Querían esa convivencia, esa intimidad, el poder estar solos todo el día haciendo lo que sus corazones les dictasen.

     El problema es que para independizarse hay que tener también independencia económica. Con el escaso sueldo que recibía Gabriel en la empresa de transportes donde trabajaba no llegaba, por así decirlo, para pagar un alquiler, agua, luz, comida… Leonor dejó sus estudios, contenta y feliz con su nuevo estatus de amante esposa, ama de casa, futura madre. Como si una cosa acabase con la otra, ni siquiera intentó compatibilizar ambos aspectos de su vida, simplemente, lo dejó todo para dedicarse a su pequeño o pequeña y a su querido marido.

     Nació el pequeño Álvaro y la felicidad entró en la casa a raudales. Todo iba bien. Tenían lo justo en cuanto a lo material, pero en cuanto a lo espiritual, eran felices. Se amaban con locura y el pequeño sólo los unió más.

     Poco tiempo después de nacer el pequeño Álvaro, Gabriel perdió su trabajo. La empresa no podía hacer frente a todos los gastos y redujo la plantilla. Al principio, quedó el paro y la ayuda familiar, pero el tiempo pasaba, Gabriel se angustiaba y Leonor ya no sabía lo que hacer, lo que decir. Sólo sabía enfadarse de pura frustración. Podía haber terminado de estudiar, podían haber previsto las cosas, podían haber esperado un poco más para tener hijos, podían, podían, podían.

     Gabriel no aguantó más la tensión y comprobó que bañándose en alcohol podía ahogar sus penas. No desaparecían, pero se adormilaban durante retazos de tiempo cada vez mayores.

     Ya llegaba a casa gritando para que no le gritasen. Había comenzado golpeando muebles, gritando, ni siquiera recordaba desde cuándo no lo abrazaba su esposa. Hasta que un día levantó la mano y ante él donde todo era turbio y algo irreal no había una vitrina, sino Leonor.

     El ruido de la bofetada cayó como una losa tan pesada que era imposible sostenerla. Se quedó paralizado, pétreo. Leonor no dijo nada. Absolutamente nada. Se tocó la mejilla mientras que las lágrimas empezaron a correr por su cara sin ningún control. Poco a poco en su hermoso rostro empezó a dibujarse el contorno del golpe recibido. Lo peor no fue el dolor, ni la vergüenza, ni la desesperación o la impotencia. Lo peor fue que Álvaro lo vio.

-Gabriel, ha sido la primera, y la última- dijo Leonor en un tono de voz tan bajo y educado que erizaba la piel.

Gabriel estaba tan aterrorizado por el acto que acababa de cometer que no reaccionaba.

-O buscas ayuda profesional o Álvaro y yo nos vamos a casa de mis padres. Me da igual que llores, supliques o te tires por la ventana. Quiero al que siempre fuiste. Si no tienes trabajo y estás desesperado, lloramos juntos, sembramos tomates en una maceta, lo que sea, pero dejas de beber ya.

Álvaro no habló. Dejó de hablar. A partir de ese día, su voz se calló.

Gabriel dejó que cada una de las palabras que Leonor le había ido dirigiendo fuesen calando en su interior. Sílaba a sílaba, filo a filo.

Curioso. La resaca no llegó. El alcohol se evaporó de golpe ante lo que acababa de ocurrir. Cosa que no volvería a repetirse jamás. Por la mente y el corazón del joven pasaron los momentos vividos juntos a su esposa. La ilusión, los sueños, Álvaro. Su pequeño le había visto golpear a su madre.

No tenía trabajo, no tenía dinero y no estaba seguro de tener salida. Pero jamás se había sentido tan mal ni tan decidido a no volver a repetir una situación.

Se dirigió raudo y veloz a la cocina. Abrió todos los armarios mientras los ojos asustados del pequeño y la mirada cauta de Leonor observaban como se deshacía de todo el alcohol que había en la casa. Las botellas que les habían regalado los amigos y los familiares con el paso del tiempo y que conservaban para tomar en una ocasión especial… hasta el vino de guisar que a veces Leonor tenía en el frigorífico y que casualmente se acababa de inmediato.

Cogió el teléfono y recordó que le habían cortado la línea. No se paró por ello. Entró raudo en el cuarto de baño y Leonor escuchó cómo se abría el agua de la ducha. Tomó una ducha, se cambió de ropa y salió por la puerta sin articular una sola palabra.

Entonces, sólo entonces, Leonor se sentó en el suelo y lloró como jamás creía haberlo hecho mientras que el pequeño Álvaro la miraba sin decir absolutamente nada.


Gabriel fue a casa de sus padres y les contó lo que acababa de ocurrir, sin saltarse absolutamente nada. Sus padres horrorizados no sabían lo que decirle. Empezaron a recriminarle, gritarle… El hermano de Gabriel, León, los mandó callar a todos.

-¡Necesita ayuda, no gritos! ¡No os dais cuenta que os pide ayuda!

Acto seguido buscó un número en el listín e hizo una llamada. Todos le observaban pero no entendían que pasaba o a quién estaba llamando.

     Al colgar extendió una tarjeta a su hermano.

-Esta es tu salvación. Si de verdad quieres ayuda, mañana, iremos juntos a este lugar y seguirás el camino que te marquen. Son buenos hermanos, te lo digo yo.
-Pero León, ¿cuándo? – preguntó Gabriel claramente asombrado.
-Hace tres años, cuando rompí con María mi mundo se derrumbó. Decidí beber sin parar. Hasta que un día casi me estrello con el coche y mato a unos niños que jugaban en la calle. El padre de uno de esos chicos me acogió en su casa y en lugar de darme una paliza que es lo que merecía, me llevó a este sitio donde me ayudaron a ser quien soy hoy en día. Llevo dos años, diez meses, quince días, y te diría que dos horas, sin beber. Yo también llegué a ser alcohólico.
-Pero yo no lo soy León. Es una mala racha. ¡Puedo dejarlo cuando quiera!
-Mejor. Así será más fácil.- dijo León sin retractarse de su objetivo.

Y así fue como Gabriel empezó a acudir a Alcohólicos Anónimos. Fue duro, difícil, lento… porque sí se había convertido en un alcohólico. Leonor le apoyó en todo, sus padres y sus suegros le apoyaron en todo. Le ayudaron a encontrar trabajo, su vida retomó los cauces que jamás debió perder. Pero Álvaro seguía sin hablar.

Visitaron médicos, especialistas, psicólogos. Pero Álvaro, no hablaba.

Un año después de todo lo ocurrido, hicieron una fiesta a base de refrescos y zumos en la sede donde se reunía la gran familia de Alcohólicos Anónimos. En un momento dado de la celebración, Leonor mira a Gabriel con los ojos de admiración con los que años atrás comenzó a mirarle y le susurró muy bajito.

-Estoy embarazada.

La sonrisa en el rostro de Gabriel era tan grande como su deseo de beber para celebrarlo. Pero evidentemente, eso no iba a ocurrir. Nadie se fijó en el pequeño niño de seis años que miraba a sus padres ni tampoco en su sonrisa.

Cuando llegó el turno de felicitar a Gabriel por su primer año sin beber, un pequeño se adelantó a todos y se acercó al atril donde todos estaban pidiendo la palabra.

Sus padres, sus abuelos y todos los demás fueron testigos mudos de cómo aquél pequeño resumía su estado de ánimo en pocas palabras. Con una gran sonrisa en su pequeño rostro se dirigió a todos siendo breve.

-Mi padre ya no bebe. Voy a tener un hermanito. Mi madre me canta otra vez. Y yo no quiero callarme más.


Violeta

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