El Huevo

     ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Eterna adivinanza. En el famoso periódico “The times” un científico y un avicultor se pronunciaron al respecto, manifestando que lo primero habría de ser el huevo. ¿Por qué? Bueno, la cosa tiene incluso lógica. La primera gallina en teoría tuvo que nacer de un huevo. Antes de ser gallina, hubo de ser embrión.

     ¿A qué viene todo esto? Bueno, porque a veces, no todo lo que opinamos por lógica que es correcto, lo es.

    

     Cristal era una mujer de setenta años que llevaba toda su vida volcada en los demás. Cuando era niña, le tocó vivir una época difícil de conflictos que terminaron en guerra civil. Sufrió el dolor de la pérdida de seres queridos y vivió situaciones muy complicadas y dolorosas. Sin embargo, siempre fue una mujer muy positiva y con una gran fortaleza interior.

     Tuvo muchos pretendientes, no en vano, era una mujer bastante atractiva, no sólo en cuanto al físico se refiere, también a su personalidad. Pero mucho me temo, que durante su juventud se dejó llevar por la situación. Siempre estaba demasiado ocupada para comprometerse en serio con nadie. Vivió historias de amor, pero no desembocó en matrimonio. Eso a ella no le importaba, pero sí era cierto que añoraba el haber podido tener hijos.

     No creo que haya muchos niños leyendo este relato, pero de todas formas, sí, lleváis razón, no es necesario estar casada para tener hijos. Aún así, la verdad es que Cristal no los tenía. Pensó en la adopción, pero en su juventud, y una mujer soltera, lo tenía tremendamente difícil.

     En fin, nunca sabemos lo que nos depara el futuro.

     Aquella mañana, Cristal se dirigía a la biblioteca, tradicional en ella todos los viernes por la mañana. Le encantaba llevarse un libro para el fin de semana. Tenía tres amigas con las que paseaba, pero los fines de semana, ellas solían tener cosas que hacer porque cuidaban a los nietos, o al contrario, habían pasado toda la semana cuidando de ellos, y aprovechaban el fin de semana para “sus cosas”.

     Así que Cristal paseaba y leía. Los fines de semana eran muy placenteros. Pero aquél viernes hizo una parada en la oficina de correos antes de llegar a la biblioteca. Le había llegado un aviso para recoger un paquete que le habían enviado desde el extranjero.

     En la misma oficina observó el paquete. Era una caja más pequeña que grande, sin ningún remitente. Eso sí, aparecía de forma clara su nombre y dirección. La curiosidad era muy fuerte y se fue a su casa para ver qué contenía. Al abrirlo, se encontró un sobre pequeño con una carta dentro y se quedó pasmada. Había estado a punto de casarse con uno de sus pretendientes, pero él tuvo que marcharse de repente. Ahora, él se disculpaba con ella, y le mandaba algo muy importante para que lo cuidara.

     “Por favor Cristal, cuida lo que te envío. No te asustes ni te sorprendas de mi petición. Sólo síguela al pie de la letra. Es muy importante. Espero que no haya pasado mucho tiempo desde que nos enamoramos. Donde yo estoy, el tiempo es relativo. Te mando algo de mí. Algo muy querido. Cuídalo. Que no le dé el sol directo hasta que no tenga un color verdoso. A partir de ahí, que reciba todo el sol posible. Manténlo abrigado, pero tampoco demasiado. A unos 22 grados estará bien. Y sobre todo, es muy frágil. No lo pasees, no lo golpees y no se lo enseñes a nadie.
     A su debido tiempo lo comprenderás. Ella fue el motivo de mi marcha apresurada. Un beso. Eduardo”.

     Con cuidado, Cristal abrió la caja. Dentro, no había un “ella”, sino más bien un “él”. Un huevo del tamaño de un huevo de codorniz. Diminuto. Tenía un bonito tono azulado, azul cielo más bien. Era precioso. Cristal lo observó y percibió que lo que tocaba era una cáscara. Como la de un huevo normal. Increíble. ¿Qué quería Eduardo? ¿Qué incubase un huevo? De todas formas, lo depositó con cuidado sobre un cojín y colocó otro encima. Lo colocó sobre un aparador lejos de la ventana y continuó el día con naturalidad.

     Al día siguiente, levantó el cojín. La curiosidad le podía. Asombrada observo que el huevo había crecido. Mucho. Ahora era del tamaño de un huevo de gallina y su piel se había oscurecido. Volvió a cubrirlo y se pasó el día leyendo en el sofá e intentando captar algún tipo de ruido. Nada.

     El domingo, el huevo tenía el tamaño de un huevo de avestruz y su piel se había tornado de un color verde musgo. Inmediatamente, lo colocó junto a la ventana para que el sol le llegase a través de los cojines. Se pasó el día mirando el interior de los cojines. La cabeza ladeada y colocada de tal forma que tumbada en el sofá, tenía una visión perfecta del mismo.

     Lunes por la mañana. Rutina entre semana. Pero no fue así. Cristal llamó a sus amigas y les mintió diciéndoles que iba a salir unos días de viaje, a casa de su hermana. Pero se quedó junto al huevo que ahora tenía el tamaño de un melón. Ahí ya no pudo resistir más y buscó el viejo chal de lana de su madre. Envolvió el huevo y lo acunó como si de un bebé se tratase. Por la noche, el huevo era como un balón de rugby.

     A la hora de dormir, Cristal colocó el huevo a su lado para que el calor de su cuerpo le llegase. De madrugada escuchó una música suave. Como la que emiten los juegos infantiles. Se sobresaltó, pues no la esperaba. Se sentó en la cama y observó que el huevo tenía un hermoso tono azul cobalto con incrustaciones verdes y anaranjadas. ¡Hermoso!

     Se durmió con una sonrisa en los labios. Debía soñar algo bello porque notó una especie de caricia en el rostro. Empezó a despertar con los rayos de sol que se colaban por la ventana, y se percató de que la caricia era auténtica. Abrió los ojos y se quedó petrificada. A su lado, había una niña pequeñita. De unos diez centímetros de altura. Su cabello era verdoso y su piel de color azul. Le sonreía mientras le acariciaba la cara. Al lado de la pequeña, permanecían los restos del huevo que se había abierto durante la noche.

-          ¿Mami?- preguntó la pequeña.

Cristal dio un bote de la cama y la miró con los ojos desorbitados.

-          ¿Quién eres?
-          Soy Laila. Tu hija. Vengo desde muy lejos.
-          No puede ser, no puede ser, no puede ser…

Cristal paseaba nerviosa por la habitación sin saber qué hacer. No debió cenar tanto la noche anterior. Esto tenía que ser un sueño. Pero la pequeña la miró anhelante y ella se enterneció.

-          No llevas ropa.- se percató.
-          Claro. Es que acabo de nacer.- dijo Laila con tranquilidad.
-          Pero ¿hablas? Y ¡eres pequeña! ¡tu piel es azul!
-          Claro. Es que soy así. Soy la hija que tuviste que tener hace años. Los humanos nacéis muy pálidos y muy grandes. Nosotros crecemos poco a poco y nos aclaramos la piel con los años. – le explicó Laila.
-          ¿Nosotros?
-          Los hijos del amor.

Laila le explicó a Cristal que de vez en cuando, alguno de su mundo visitaba a los humanos. Ella venía de una especie de mundo paralelo, situado a otra “altura” galáctica. Eso fue lo que hizo Evaduniardofe, llamado Eduardo en la tierra. Pero no pueden pasar mucho tiempo en esta atmósfera. Por eso, Eduardo se tuvo que ir. Pero de su amor por Cristal, nació Lanuinelalla, es decir, Laila. Ellos nacían en huevos. Esos huevos salían del padre, no de la madre. Los expulsaban por las orejas al dormir. Cuando se despertaban, encontraban sobre la almohada un huevo del tamaño de un granito de arroz. Luego, la tradición, era que la madre cuidaba del huevo hasta que se abría.

-          ¡Señor bendito! – exclamó Cristal.
-          Mi papá me contaba historias sobre ti. Eres muy buena con todos. Me habló de que cuando llegara hasta ti, serías mayor. Pero que me querrías igual. Dentro de unos días, seré adulta. Mi papá tenía la piel del mismo color que tú porque él era mayor.
-          De veras, tengo que estar soñando.

Laila reía.

-          ¿De veras eres mi hija?
-          Sí. Y eres feliz, lo sé. Notamos muy bien los sentimientos de nuestros seres queridos. Y yo ya te quiero.

Cristal estaba como loca. Buscó algunas muñecas que conservaba y vistió a Laila. Ella le contó que sólo comía leche, vegetales y fruta. Adoraba el sol y la risa. La música era su pasión y al igual que Cristal, adoraba las historias.

Y crecía. Muy deprisa. En una semana, tenía el tamaño de un bebé real y su piel era de un tono azul cielo. Cristal no sabía cómo iba a explicar la presencia de Laila, pero algo sí que sabía. En realidad, la sentía como a su hija. Pensó varias alternativas, como la de marcharse de allí. Al fin y al cabo, no podía seguir ocultándose por siempre.

En principio, llamó a sus amigas para que no se asustasen y les dijo que iba a hacer un viaje con su hermana. Que volvería en un mes o dos. Y la creyeron. Cristal era la aventurera del grupo.

Durante tres semanas más, estuvieron en tres pensiones distintas. Laila ya tenía un tono de piel normal. El aire de la tierra como ella decía, le confería ese color. Su cuerpo era el de una niña de unos cinco años. Cosa que a Cristal le preocupaba, crecía muy deprisa y temía que envejeciese igual de deprisa.

     Al cabo de ese tiempo, Cristal y Laila volvieron a casa. Laila había contraído una extraña enfermedad. Su piel se volvió de pronto grisácea y necesitaban contactar con Eduardo. Para ello, necesitan la cáscara del huevo que convenientemente habían guardado en su momento.

     Al llegar, Laila contactó de momento con él. Su cara se transformó por completo.

-          ¿Qué ocurre cariño?- le preguntó Cristal.
-          Pues… verás mamá. Tengo una enfermedad muy rara. Entré en tu tierra y tu atmósfera antes de nacer. No he llegado a respirar el aire de mi propia tierra y mi piel se reseca. Necesito inhalar mi propio oxígeno.
-          ¿Tienes que irte?
-          O moriré en breve.

La anciana se dejó caer en el sofá. El abatimiento en su rostro. Por fin tenía lo que tanto necesitaba en su corazón. El amor de una hija. Se sentía plena, positiva. No podía perderla, eso la destrozaría por completo.

-          Dime Laila, ¿yo puedo acompañarte?

La carita de Laila se iluminó por completo. Durante un momento su rostro dejó de verse gris y se transformó en un bello color rosado. Luego, de nuevo, volvió a ser gris.

-          Si pudieses mami, pero me temo que no puedes acompañarme a mi mundo y luego volver. Habrías de quedarte allí conmigo para siempre.
-          Eso es lo que más me apetece en esta vida. Te lo aseguro.
-          ¿Estás segura? Tendríamos que fingir tu propia muerte. Tus amigas han de pensar que las has dejado del todo.
-          Que así sea Laila. Las quiero, pero no como a ti. Ahora entiendo el amor de una madre. Tengo miedo, no sé cómo voy a llegar hasta allí y además, tal vez no pueda respirar tu aire, pero quiero intentarlo. No me importa si por arriesgarme, muero.
-          No morirás mamá. Más bien al contrario.

Al día siguiente, se corrió el rumor de que Cristal había llegado al pueblo. Dejaron las ventanas abiertas para que desde el exterior se pudiese apreciar claramente el cuerpo de la anciana, tendido sobre el sofá. Ella no sabía como Laila lo había conseguido, pero habían dejado un cuerpo que era idéntico al suyo, sólo que con mal color y frío al tacto. Una sonrisa en el rostro.


Ella, su verdadera ella, se tumbó en la cama junto a Laila y junto a la cáscara del huevo. Cerró los ojos, se durmió. Y al despertar, estaba en un lugar hermoso. Casi idéntico a la tierra pero con otros colores. Inversos. En este caso, el cielo era rosáceo y las personas azuladas. Las hojas de los árboles eran marrones, y sus troncos verdosos. La gente maravillosa. Eduardo feliz. Seguía siendo joven. Y ella… se vio reflejada en un espejo. Volvía a tener veinte años. Laila había recuperado su hermoso color azul. Seguía teniendo cinco años. ¿Aquello era real? ¿De veras estaba en un mundo paralelo? ¿Tal vez había muerto y aquello era su cielo? Le daba igual. Estaba completa y era feliz.



Violeta

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